sábado, 3 de noviembre de 2007

EL VIDRIO (30º ALBANTA)

Pablo nunca había salido de su habitación. Sólo el día de su funeral abandonó aquella burbuja de vidrio construida exprofeso para mantenerle fuera del alcance de gérmenes y virus. Había vivido felizmente, sin preguntarse nada acerca de su condición o su futuro hasta el día de su muerte, pero Pablo sólo tenía seis años y era feliz viendo a mamá al otro lado del cristal, sonriéndole como si no hubiera mañana y jugando a las cartas o al monopoly. Ella movia todas las fichas, naturalmente. Y él siempre ganaba. No tenía ni idea de lo que sucedía fuera de su burbuja, al otro lado de la puerta pintada con nubes.
Carol había tenido cuidado en proteger a su hijo no sólo de los gérmenes, si no de su padre también, y del mundo de mentiras, pocker y alcohol que estaba minando el poco dinero que tenían en el banco para cuidar de él. Andrés se había echado a la bebida empujado por los problemas en casa, por no poder asimilar la condición de Pablo. Así, había perdido su trabajo, su dignidad y el cariño de su mujer.
Pero Pablo vivía ajeno a ello, sin saber que por las noches, cuando su padre llegaba a casa, su madre deseaba poder refugiarse al otro lado del vidrio, junto a él, poder escapar de los insultos que el cristal no dejaba traspasar, de las vejaciones y del pestilente olor a ginebra barata.
Tras el funeral, Carol nunca fué la misma. Andrés le había dicho que el lunes vendrían a desmontar la burbuja, los aparatos, el mobiliario, todo. Ya no lo necesitarian ahora que Pablo había sido incinerado tras otro vidrio, opaco esta vez.
Por eso tras la burlesca interpretación de entereza y sobriedad, Carol había corrido a casa y se había encerrado en el cuarto de Pablo, refugiándose al otro lado del cristal que protegía de todo mal. Andrés ni siquiera notó su ausencia, no hasta el día siguiente, cuando se dió cuenta de que no había comida en la mesa, la cama estaba sin hacer y el piso sin limpiar. Después de gritar su nombre, entró en la habiatación y la vió al otro lado del vidrio, sentada en la cama de Pablito, mirándole, esperándole. La amenazó con romper el cristal y sacarla a golpes, pero ella se rió a mo do de respuesta. "Qué sabrás tú", murmuró en silencio. Andrés desapareció tras la puerta y volvió con el hacha de cortar leña que guardaba en el garaje. No requirió mucho esfuerzo para resquebrajar primero y hacer añicos después, la pared de vidrio que se vino abajo como una cascada de diamantes. Sudando a mares por el inusitado esfuerzo, tiró el hacha a un lado y se acercó a la cama, respirando profundamente, empezando a perder el control.
Carol saltó con la agilidad de una gacela. Se resbaló sobre los cristales y se cortó las piernas y los brazos, pero ya no importaba. Nada importaba. El corrió tras ella, exigiendo algo caliente en la mesa, algo caliente en su estómago, y tal vez, si era buena chica, algo caliente en la cama. Carol se volvió, los ojos vidriosos inyectados en sangre. En la mano blandía una esquirla de vidrio afilada y mortal. Le cortó la yugular como si fuera mantequilla y Andrés cayó sobre la mesa del cuarto de Pablo regurgitando sangre, hasta que sus ojos quedaron abiertos y fríos, tan frios como lo habían sido toda su vida.
Carol no miró atrás cuando salió por la puerta como cada mañana, después de ducharse y limpiar la casa, camino del mercado. "Ya tienes algo caliente sobre la mesa. Cabrón".

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Que puedo decir! Hay relatos que una vez leidos, no tienen mayor interes.El tuyo Ruth, dan ganas de leerlos varias veces pues se disfruta con su lectura, es como tomarse un chupito de whisky escoces del bueno.
Son historias que te dejan un sabor fuerte en el gaznate. Espero con ansia otrotraguito de buen whisky.
Besotesss Manuel