domingo, 16 de noviembre de 2008

COMO COMER EN TIEMPOS DE GUERRA (Confesiones de un minero)

Era el 17 de Junio de 1936 cuando supimos que Queipo de Llano se había sublevado contra el gobierno en el protectorado de Africa. Así comenzaron los primeros alzamientos en Oviedo, en León, en Galicia y en otras comunidades del centro, y con ello llegó la temida Guerra, una palabra tan conocida y tan poco deseada por los que la conocen. Una Guerra Civil, padres contra hijos, hermanos frente a frente disparándose con saña sólo porque uno quedó en zona Republicana y el otro en la Revolucionaria, porque uno juró una bandera de un color diferente al suyo.

En los frentes asturianos, se decía que a los soldados les daban una botella de una coñac hecho en Gijón y conocido como "Saltaparapetos", porque quien lo bebía se volvía casi loco y saltaba desde las trincheras a cuerpo descubierto. Con los ojos inyectados en sangre y casi ciegos por la bebida, o los mataban o conseguían llegar hasta la posición enemiga y tomarla.

Un día nos llegó la fatídica carta que reclamaba la presencia de mi hermano en el frente, como todo joven patriota. Le destinaron al batallón de Alvarez del Vayo pero tuvo suerte. Por aquella época aún trabajaba con Jesús Polo en el taller de mecánico dentista, por lo que fueron los dos en calidad de practicantes, y mi hermano fue destinado a la Segunda Compañía.

Mientas tanto, en casa los alimentos escaseaban, y las cartillas de racionamiento eran poca ayuda. Un mes recibimos 22 pesetas de racionamiento, sólo para pan, aceite y legumbres. Sólo el litro de aceite ya costaba 1.80 ptas., pero por la escasez no nos lo daban.

En una de las cartas de mi hermano, me decía que fuera hasta Águera de Grado para verle. Yo tenía entonces 13 años y para llegar a Águera debía coger un tren en Moreda, apearme en Trubia y desde allí buscar algún camión que fuese hasta el frente en Águera.

En el camión, según oí a unos ancianos que en él viajaban, transportaban también cajas de municiones. Les pregunté si sabía cuánto nos cobrarían por el viaje y rieron. Uno de ellos, señalando unos cajones apilados al fondo, dijo que deberían pagarnos, porque era gracias a nosotros que pasaban las cajas.

No tardamos en pasar junto al Monde de los Pinos. Podíamos ver las trincheras al otro lado del valle. Decían que allí estaban "los Nacionales" y que en el Monte de los Pinos se ocultaban "los moros". Creo que el color huyó de mi rostro al oir la palabra "moros", porque uno de los viajeros sonrió apesadumbradamente y me dijo:
-"No temas, chico. A esta camioneta no dispararán porque sólo vamos mujeres, viejos y niños. Aunque nosotros no veamos a nadie, ellos hace tiempo que nos han visto, y nos vigilan."

Sus palabras me tranquilizaron de algún modo. Llegamos a Águera sin contratiempos y me dirigí hacia el batallón de mi hermano. Subí por unos pinares y llegué a la cocina de la Compañía. Allí unos milicianos muy amables me acosaron a preguntas sobre sus familiares. Querían saber de los suyos. A algunos los conocía, a otros no. Les ofrecí toda la información de la que disponía, sintiéndome importante en medio de aquel lugar cuajado de miradas ansiosas y sonrisas de esperanza. Aquellos cuya familia no conocía se deshacían en explicaciones sobre dónde vivían y quiénes eran sus padres, hermanos y tíos.

Y yo no podía pensar más que en el contenido de las grandes perolas que hervían al fuego esparciendo sabrosos aromas en el aire, aromas que habrían resucitado a un muerto. Uno de los cocineros debió percatarse de mis miradas furtivas o de mi expresión hambrienta, porque me preguntó si ya había comido, y antes de que pudiera repetir la pregunta respondí que no recordaba cuándo había comido por última vez. Todos se echaron a reír.

-"Los garbanzos todavía están duros -dijo el cocinero-. ¿Tienes buena dentadura?"

Por toda respuesta, le enseñé mis dientes. El cogió un plato miliciano, que son enormes, y con un cazo sacó de la olla una porción generosa de garbanzos que vertió en el plato. Resonaron como si fueran perdigones, y me ofreció una cuchara. Y allí, de pie, ante la atenta mirada de todos los presentes, di buena cuenta de lo que me pareció el más sabroso manjar, mientras contestaba el interrogatorio voraz. Dos minutos después, habiendo finalizado mi plato, y con mucha pena lo devolví y di las gracas. El cocinero me preguntó si quería más. Me encogí de hombros y me premió con otro cazo de perdigones. Estaban tan ricos que desaparecieron aún más rápido que los primeros. La cuestión volvió a formularse y asentí una vez más.
Tras acabar el tercer plato, el cocinero me dijo que no me daría más, tenía miedo de que me hicieran daño.

Mientras tanto, alguien se había encargado de avisar a mi hermano y tras unos abrazos y ponernos al día, bajamos al pueblo, donde me presentó a los médicos con los que trabajaba y nuevamente fui sometido a un interrogatorio sobre sus familiares y conocidos. Llegada la hora de comer, mi hermano me preguntó si había almorzado.

-"Pues... Sólo unos garbanzos en la cocina, que todavía estaban duros"
-"Ah, no -dijo uno de los médicos-. El tiempo que tu hermano esté aquí, comerá con nosotros."

A la una y media fuimos a almorzar. Me dieron un plato de patatas cocidas con carne. De segundo, un buen filete. Jamás había comido cn tanta abundancia.

-"¿Comiste bien? -quiso saber mi hermano. Mi respuesta fue un "Sí" contundente-. Bien, pues ahora vayamos a ver dónde puedes dormir esta noche.

Fuimos a una casa de labranza. Ricardo tenía amistad con los dueños y éstos, al verme, debieron pensar que hacía años que no comía, porque me ofrecieron leche y boroña, un pan de maiz que hacen muy bien en la zona de Grado y que estaba buenísimo. En tan singular ocasión era mejor que un pastel. La leche pasaría del litro, porque la jarra donde me la sirvieron estaba llena hasta el mismo borde y era voluminosa. El trozo de boroña llegaría al kilo. Y esa noche iría a cenar con los doctores y de vuelta adormir al hórreo, en una colchoneta de hojas de mazorca.

Estando en la cama, me vino el aroma delicioso de avellanas y nueces, y en medio de las tinieblas fui buscando a tientas hasta dar con un saco lleno de avellanas. Tirando de los hilos del tejido hacia los lados, saqué algunos frutos y los comí con la misma avidez del que no ha comido en días. Las cáscaras las guardaba en los bolsillos, hasta que estuvieron llenos, y entonces los eché dentro de la camiseta, aunque pinchaban. Pasé toda la noche allí, sentado en la oscuridad, comiendo sin parar. Por la mañana me fui a una acequia cercana al hórreo y allí me deshice de las pruebas. Desayuné y luego cogí una saco de mazorcas que mi hermano, arriesgando la vida, había recogido entre los dos frentes para proveer alimento para su familia, porque los agricultores no habían recolectado la cosecha con el comienzo de la Guerra.

En Trubia intentaron quitarme la saca. Con mis lamentos y lloros y mi aspecto enclenque conseguí que me la dejaran. Todo era intervenido y la palabra "requisar" estaba a la orden del día. Aunque era sinónimo de robar, la Guerra daba a muchos el derecho de "requisar" todo aquello que se le antojase.
El hambre y la necesidad hacen mucho. Se rumoreaba que en el Matadero de Moreda se mataban vacas requisadas que decían era la carne que proveía al frente, pero que en verdad se la quedaban los que "manejaban el asunto" en Moreda.
La sangre del vacuno sacrificado la daban gratuitamente, medio litro por persona. Tantos fueron a por ella que llegó un momento en el que para poder recoger la sangre a las once de la mañana, teníamos que guardar cola desde las cinco de la tarde de la jornada anterior, pero no estábamos toda la noche expuestos a la intemperie en la cola. Dejábamos los cacharros en nuestro lugar y hacíamos una hoguera para no pasar frío. El hambre no te deja dormir y unos cuantos decididos pensamos en ir a robar panolles. La primera noche todo fue estupendamente en la Vega de Gueria. Creíamos que nadie se daba cuenta de las panochas que desaparecían en medio de la oscuridad, pero una madrugada nos esperaron con un par de tiros de escopeta. Nos quedamos sin panolles y algunos se quedaron sin un lugar junto al fuego, porque por una mazorca sin maiz y ensalivada, nos dejaban una piedra donde sentarnos en la primera fila.

Decidimos dar tregua a las mazorcas y dejar correr tres o cuatro noches sin asaltar el maizal, pero con hambre en el estómago la noche se hace eterna e ideamos una nueva táctica: iríamos en dos grupos. Uno, desde la distancia, tiraría piedras para hacer ruido, y los otros irían por el lado opuesto a coger las panolles que luego repartiríamos entre todos. La estratagema dio buen resultado durante algún tiempo, hasta que una noche cuando hicimos ruido dispararon desde ocho o diez lugares diferentes. Fue la retirada definitiva de una guerra sin cuartel en la que teníamos todas las de perder.
Hacíamos de todo por un poco de comida que llevar a la mesa. Además de la sangre de vaca, iba con otros al Valle Negro a por leche. Recorríamos varios pueblos buscándola. La leche escaseaba y no era fácil encontrarla, y por otra parte, nadie aceptaba los "Belarmines", el dinero que hacían en Gijón, firmados por Belarmino Tomás. Querían sólo el dinero anterior a la guerra y aquello era como pedir peras a un olmo, sólo los muy adinerados lo tenían. Comprar leche se estaba conviertiendo en una aventura. Lo peor era que la leche también estaba intervenida y a veces cuando bajábamos, nos esperaban los policías de turno para quitárnosla. Decían que era para los heridos en el frente, pero luego la vendían en el mercado negro o se la guardaban para sí mismos, sus familiares o amigos.

Un día en que otro muchacho y yo bajábamos transportando dos litros, uno de leche fría desnatada, que parecía yogur y otro litro caliente recién orde­ñado, salió a nuestro paso la policía cuando menos lo esperábamos. Nos la quitaron toda.

-"¿Es toda recién ordeñada?" -preguntó uno con desconfianza.
-"Si, señor" -asentí sin mirarle a los ojos.
Vertieron ambos litros en un mismo bidón y se marcharon. Regresé a casa con las manos vacías, pero imaginaba cómo serían sus expresiones al encontrar toda la leche cuajada. Era un desperdicio, pero al fin y al cabo, en casa nos acostábamos la mayor parte del tiempo con el estómago vacío.

Llegué a casa llorando y le conté el incidente a mis padres. Pero no contento con hacerles la faena de estropearles la leche, fui a buscar al chico que venía conmigo y planeamos nuestra venganza. Nos dirigimos al cuartelillo cercano a la Estación del Vasco. Delante de la misma tenían un coche y nuestra intención era pincharle las ruedas. En el patio tenían sólo dos neumáticos, los únicos que poseían porque también escaseaban.

Como dos protagonistas de una película de espionaje, nos arrastramos por el suelo a través de la puerta de entrada para que no nos vieran desde el cristal de vigilancia, cogimos las ruedas y las arrojamos al río. Tras ello, nos escondimos bajo el coche para pinchar los neumáticos. Tardamos bastante, nuestra única arma era un punzón que no lograba atravesar la goma. El vehículo era un Ford con carrocería cuadrada y lo pasamos muy mal para salir. Al deshinchar los neumáticos, el coche bajó unos centímetros, y nos vimos atrapados como ratones. Pero al escasear nuestro volumen corporal, pudimos salir, con algunos arañazos y asustados de nuestra osadía, y regresamos a casa satisfechos de nuestra azaña.

Si nos hubieran cogido, no quiero pensar lo que nos habrían hecho. Probablemente lo habrían pagado nuestos padres, sobre todo el mío que estaba fichado por el simple hecho de acudir a misa, pero la obnubilación que produce el deseo de venganza nos hizo olvidarnos de las consecuencias que podría haber acabado incluso con la vida de nuestros padres. Por menos, mucho menos, metían a gente en la Iglesia, ahora convertida en cárcel, gente que desaparecía de la noche a la mañana.

A partir de aquel día, cuando íbamos a recoger leche dábamos un rodeo de dos o tres kilómetros para no ser requisados o cruzábamos el río cuando traía poca agua.

El hambre, siempre, te da un ingenio mayor que el dolor de los espasmos de un estómago vacío.

7 comentarios:

Geno dijo...

Menudo empacho de garbanzos que tenía que haber pillado el muchacho ¡Pobre, unas veces tanto y otras tan poco!

Inma dijo...

Las dos hemos dedicado nuestras entradas al hambre. hambre por guerra, por sequias o por estupidez.
Un beso Ruth

Anónimo dijo...

no me resisto a dejar un apunte que tiene que ver con el tema de hoy,¿porqué en los últimos tiempos una de las dos Españas se empeña obstinadamente en poner de moda hablar de los tiempos de la guerra fratricida que tuvimos aquí en nuestra patria,(Levantamiento de fosas incluido).Cada vez se polarizan mas ,otra vez, las dos Españas que no se pueden aguantar y lo peor de todo es que los nacionalismos catalán,vascongado y gallego y quien sabe si despues vendran otros,planean como buitres en espera de comerse la carroña que quede al final.No llevamos buen camino,no, vive Dios que el país acabara despedazado....Koldo65

Candela dijo...

Koldo estos relatos no tienen nada que ver con esa moda en España, estas son ls memorias de mi exsuegro que me estoy encargando de revisar, corregir y novelar, porque el hombre era muy basico, demasiado hizo con escribir lo que recordaba de su juventud. Murio relativamente joven y todo es biografico.

chema dijo...

alimentarse es una necesidad primaria, si no se cubre no se puede pensar en otras aspiraciones. es una lástima que por la estupidez de la guerra, como dice inma, la gente tenga que pasar por situaciones así...

Anónimo dijo...

ya,ya,Candela, ya se que era un relato del año 36 y refleja lo que refleja, pero es que este país me tiene muy preocupado, somos muy cainitas y España se nos deshace a poco que nos descuidemos...menos mal que Europa nos desaisla un poco, sino acabariamos otra vez divididos como en el 36.Los nacionalismos serán la perdición de nuestra querida España..y te lo dice un vasco que ha vivido 57 años en Euskadi..Un beso....Koldo65

Candela dijo...

Si, en eso te doy toda la razon. Los nacionalismos acabaran con la una, grande y libre...